La atención al público
Vean a alguien situado tras un mostrador de cualquier
establecimiento de aquí o de afuera, con una seriedad que mete miedo, que te
incita a dar la vuelta y volver atrás. Te recibe con esa frialdad propia de
quien parece que no quiere vender, que le molesta todo aquel que entre a
comprar. Ni buenos días, ni buenas tardes. Eso sí, te dice hasta luego, como si
el hecho de que te marches -con o sin compra- sea un alivio para él, o ella.
Cuando se trata de un empleado o dependienta la cuestión es hasta cierto punto
comprensible. ¿Cuántas veces han oído decir aquello de “a mí no me pagan por
aguantar a la gente”? Pero si nos ponemos en el caso del propietario el tema es
muy distinto. En una ocasión he oído decir a un hostelero que echaba la partida
con tres clientes “toma el euro y vas a tomarte la pinta a otro bar”, ante la
solicitud de un parroquiano de ese corrosivo. Pero estarán ustedes de acuerdo
con Duke en que en ambos casos (dueño o empleado) las cosas no pueden funcionar
de esta manera. En que hay personas en el comercio, sea del tipo que sea, que
estaban mejor trabajando donde nadie les viera, porque talmente parece que se
les ha muerto el canario. ¿Se acuerdan de la canción? Tienen una pena
permanente en ese semblante adusto y compungido que a uno le entran las ganas
de darle el pésame y un abrazo antes de preguntarle si tienen sidra, chorizos
de casa o pegamento y medio. Más bien, ante esa deficiente atención, nos entra
la timidez y acabamos por pedir medio pegamento. Como aquel que llegó al bar y
pidió un café, “¿solo?”, le preguntó el de la barra. “Bueno, póngame dos”,
replico el infeliz.
Pues, a lo que vamos. Que ya que, por mucho que les duela,
les toca trabajar mejor hacerlo con alegría y buena disposición, pensando en lo
del refrán de que el cliente siempre tiene razón, y si no se la da. Pongan una
sonrisa, por favor, que no cuesta nada y es muy posible que el cliente vuelva.
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