Los niños y la playa
Fue una costumbre que sobrevivió al bañador convencional de
ballenas y al moderno, al bikini, al tanga y al topless. Los niños en la playa provistos
de caldero, paleta y otros artilugios plásticos con los que, durante horas y
horas, trabajaban en castillos con murallas, simas comunicadas entre sí, o
simplemente hoyos que a la mínima se llenaban de agua. Ya sabemos cómo es la
imaginación infantil y estaremos de acuerdo en que todos hemos pasado por ello.
Era la forma de no alejarnos de nuestros padres y dejarles tranquilos hasta la
hora del baño. Había que elegir el lugar apropiado para ello y el grado de
humedad de la arena donde íbamos a trabajar porque, sobre todo, aquí en el
norte las mareas van y vienen con rapidez y cuando el zagal termina y se siente
orgulloso de su obra viene una ola y se lo lleva todo. Pero también sabemos que
su paciencia es infinita, de manera que vuelven a empezar un poco más alejados
de la orilla en una construcción aún mayor, si cabe.
Fue hace poco más de dos años, en enero, cuando en un viaje
relámpago a Lanzarote vi como dos hombretones se pasaban el día trabajando en
una gran construcción que representaba unas pirámides y otras construcciones
rodeadas de una larga fortificación amurallada. Allí estaban desde las ocho de
la mañana hasta el anochecer cuidando que su frágil estructura no se viera
deteriorada por el viento, porque la mar no alcanzaba a llegar. En el muro del
paseo marítimo tenían una pequeña cesta donde el viajero podía echar unas
monedas después de admirar el arte de los bohemios que, pude observar, en rara
ocasión comprobaban su contenido. Era de lo que vivían, pero parecía que sólo
se ocupaban de que su pequeña ciudad estuviera en buen estado. Tan concentrados
en su trabajo como si se tratara de los niños que a lo largo de los tiempos
hemos sido, de los que lo son y los que lo serán.
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