Éllas y sus halagos
No se si se habrán dado cuenta ustedes pero, a medida que se
van haciendo mayores, las mujeres adolecen de un exceso de generosidad. Es pura
observación, que nadie se moleste. Y, paradójicamente, ahora que estamos en
pleno verano, con estos calores el asunto se hace aún más ostensible. El otro
día estaba charlando en el parque con la mi amiga Maripuri y, en esto, acercose
por allí una muyer de mediana edá e interrumpió la conversación. “Ay madre,
¡cuántu tiempu sin vete!, no se qué ye lo que haces pero estás más guapa que
nunca...”. Duke y yo, que no conocíamos a la señora, nos apartamos
prudentemente preguntándonos por dónde habría miráo a la nuestra amiga porque
la verdá ye que la probe nunca fue muy agraciá que se diga. En justa
compensación, Maripuri le dijo a la otra: “Na fía, no hago na, no tengo ni
tiempu. Voy a la pelu una vez al mes y para de contar. Tú sí que tas guapa.
Nótase que te trata bien la vida, no como el mi hombre que no haz más que beber
y dame disgustos…”. En esto nos dimos cuenta de que la cosa iba para largo, que
empezarían a contarse las hazañas de sus maridos y lo viejas y ajadas que
estaban sus amigas, y cortésmente saludamos y dijimos adiós, hasta otro día.
Y es que cuando las damas pasan de los cincuenta adquieren
algo especial que hemos notado, sobre todo desde que a nosotros nos pasó lo
mismo. Después de haber sido unas mujeres normales, más guapas o más feas, de
repente se convierten en señoras con un no se qué que las embellece y las hace
encantadoras de la muerte. Parece como si entre ellas existiera un pacto tácito
para elevar a la excelencia sus cualidades faciales y anatómicas, al menos
cuando están juntas. Sin embargo entre nosotros los paisanos pasa algo muy
distinto: “¡Coño, Luisinacio!, dijéronme que tabes en el hospital. Véote muy
desmejoráu. Además engordaste y saliéronte canes… No te conocía, macho”.
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