INFANCIA
Tenía ocho años, empezaría el tercer curso y conocía el mar
por dos o tres veces que mis padres me habían llevado a Gijón. Desde que uno de
esos días vi a un marinero decidí firmemente que trabajaría en la mar. Aquel
hombre estaba bronceado, era de esbelta figura y, a primera vista, parecía
osado y valiente. Al menos así lo vi yo. En su elegante gorro tenía dos cintas
negras que colgaban por detrás y ondeaban con la brisa del mar. No podía
apartar la vista de él y le seguí, como hechizado, hasta que le perdí. Las
cintas me encantaron de tal modo que, desde aquel momento, me entregué a las
enigmáticas bellezas del mar. Pronto empezaría al colegio y mi madre había
decidido comprarme un traje nuevo porque en el viejo ya se me salían los codos.
Me costó mucho trabajo convencerla de que en vez de un traje normal me comprara
uno de marinero con una gorra de cintas. En un gran almacén de Sama había ropas
de chicos, allí veía las quietas figuras de los maniquís que ponían como
modelos en el escaparate. Y entre aquellos maniquís había también un pequeño
marinero con la mano sobre la frente como si estuviera mirando las luces del
faro sobre su barco. Un aspecto así quería tener, al menos en domingo.
Estuvimos mirando el escaparate durante un tiempo y ella aún me quería
persuadir pero, cuando vio mi cara bañada en lágrimas, no dijo nada más y
entramos a comprarlo. El día que lo estrené fui a una calle muy pendiente y
bajé corriendo hasta Lada. Casi me atropella el Recollo, todo para que me
ondearan las cintas que volaban al aire. Estaba en la cumbre de la felicidad, y
mis sueños marineros continuaron con pequeñas evoluciones.
Por aquel entonces estuve en una colonia de verano durante
veinte días, en Salinas. Desde sus ventanas se veían las rocas, la playa y el
mar abierto, casi hasta el infinito. Una tarde cayó una gran tormenta que no duró más de una hora y las
gentes de allí nos aseguraron que al día siguiente encontraríamos cientos de
conchas. Nunca más en toda mi vida han vuelto a ver mis ojos tal riqueza. Como
si estuviera soñando, tocaba las formas afiladas de los caracoles de mar y
acariciaba con placer el nácar del fondo de las conchas. Temblaba de emoción
todo mi cuerpo y aquel instante fue para mí más importante y vertiginoso que
cuando conocí el mar de verdad, años más tarde.
JUVENTUD
Tenía por entonces diecinueve años cuando llegué a Gijón con
Boni. Ardíamos en deseos de ver la ciudad. Él se ponía nervioso y no quería
detenerse en ningún lado hasta que nuestros pies no tocasen las empedradas y,
para nosotros, misteriosas calles de Cimadevilla. Pero me sentí un poco
decepcionado. Allí iban a ser aniquilados unos sueños marineros que llevaban
conmigo desde que era pequeño. El mar estaba tranquilo, era oscuro y me pareció
triste. En el barrio se amontonaban las casas de citas y las tabernas. Estaba
estrechamente unido con el muelle de atraque, atestado de pequeñas barcas y
algún pesquero. Entramos en una de aquellas innumerables tabernas, y lo primero
que vi fue a una mujer morena vestida con una sucia blusa de color azul sentada
en una esquina. Busqué sus ojos con precaución pero sólo encontré una mirada
huidiza y asustada. Era joven y no parecía fea, pero se la veía triste y ajada.
Cuatro hombres hablaban animadamente y mi hermano y yo entendimos que lo hacían
sobre aquella chica. Quizás por eso se originó una pelea. Al poco llegaron los
guardias y se llevaron a los hombres. Entonces la chica se levantó y se acercó
a nuestra mesa para pedirnos, con voz de sueño, un vaso de vino. El camarero le
sirvió de mala gana un corrosivo oscuro, y cuando Boni iba a pagar el hombre le
dijo que valía más que nos fuéramos porque seguro que los hombres no tardarían
en volver y el resultado podría ser desagradable. Era lo habitual. Al darse
cuenta de ello la chica apoyó la barbilla en la palma de la mano y con la otra
mano, sin decir palabra, se desabrochó la blusa, mostrando su escote, y nos
pidió un duro a cada uno. Ambos nos miramos silenciosamente uno a otro. Y,
apenados, nos fuimos de allí después de darle algún dinero.
Sobre el agua se balanceaban las barcas. Despedían todo tipo
de olores, dulzones, amargos, buenos y malos, todos al mismo tiempo. Pero se
olía algo más todavía. Era la mar, a la que en aquel momento alejé de mis
sueños utópicos: “Ya no sería marinero”. Ha pasado más de media vida y desde
entonces me suelo despertar por las noches y reencontrar con mis recuerdos,
como si fueran objetos perdidos en un viejo y desvencijado armario en el que
aún conservo intacto aquel hermoso traje de marinero con su gorra y sus dos
cintas negras.