Me lo soltó así: “Soy el primero en conocer las ideas que
pasan por tu cabeza. Estoy tan cerca de ella que no se me escapa nada de lo que
piensas. Deberías saberlo y posarme en una percha cuando empiezas a tener ideas
malévolas. No me gustan algunas de ellas y me encojo, o es que a lo mejor a ti
te ha crecido la mollera. Soy un sombrero con clase y no quiero participar de
oscuras maquinaciones y que, en alguna ocasión, lo hagas público en ese
periódico en que escribes”.
Fue ese tocado que llevo por montera y protege mis neuronas,
o lo que queda de ellas. Airado, me lo quité y lo azoté contra un estante de la
librería. No se quejó, es flexible, pero sí balbuceó algo inaudible para mí,
como hacen todos los sombreros cuando se sienten rechazados. Me serené y volví
a colocarlo en su sitio, sobre mis pensamientos. Y prosiguió: “No deberías de
tratarme así. Yo no te inspiro esas atrocidades, solo pretendo que atemperes tu
malhumor y que pienses que gracias a mí aún conservas la cabeza sobre tus
hombros. Un día seré viejo y ya no me tendrás contigo. Perderás un buen
consejero que no podrás sustituir por cualquier otro, como ese flamante Panamá
que te empeñas en poner en verano y que te hace parecer a ese amigo tuyo al que
llamas el Caballero del Mississippi. Yo soy lo que necesitas, pero sin ti no
dejaría de ser un sombrero cualquiera. Sin personalidad, sin tiempo. Soy tu
Pepito Grillo, tu conciencia, aunque tú en nada te parezcas a Pinocho. Cuídame,
porque nos complementamos. Sin mí no eres más que una cabeza alocada que
deambula entre las ideas sin saber para qué sirven y de qué están hechas.
Recuérdalo, yo soy quien te las pone en orden”.
Mi tejado me dio que pensar con sus susurros. Me lo calé
hasta las orejas y le dije en el mismo tono que él me había hablado: “No te
irás, ¿en qué cabeza si no estarías mejor que en la mía? Quédate conmigo, yo te
cuidaré hasta que ambos seamos viejos. Tanto como la historia”.
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