Los de antes y los de ahora.
Aquel ácido nítrico estaba más pasado que el baúl de la
Piquer pero allí estaba en uno de tantos de aquellos frascos pardoscuros que
reposaban desde tiempos inmemoriales en las alacenas del laboratorio del
Instituto y que contenían otros productos químicos como el sulfúrico o la sidra
salvaje. El profesor nos explicó la fórmula que previamente había puesto en la
pizarra: “en este matraz echamos un poco de granalla de cinc, le añadimos unas
gotas de nítrico y reacciona…” No pasaba nada. “Es poco, echamos unas gotas
más”. Como si lloviese. Va y le añade medio frasco, y aquello empieza a echar
humo. “Chavales, cuerpo a tierra que esto explota”, y él mismo se apartó de
allí. Cuando cesó la alarma un compañero se levanta y, con los brazos cruzados,
dice serio: “Profesor, ¿podemos hacer la bomba atómica en el laboratorio?”.
Risas. El otro serio, y el profe con un rictus irónico: “Chaval, tu quieres
volar todo Sama”. Desde entonces no he vuelto a experimentar, sólo con gaseosa.
Porque, veamos, ¿quién, siendo un tierno infante o infanta,
no ha intentado hacer veneno en su propia casa?, con lo que había a mano:
aceite, aguarrás, vinagre, perejil, lejía y Mistol, entre otras porquerías.
Luego se lo echábamos al gato que no paraba de correr hasta que encontraba
salida, para no volver en tres o cuatro días. Duke hizo muchos de esos
experimentos, al tiempo que innovaba: ajo, colutorio (para el aliento), donuts
y otras marranadas. Y el gato tardaba más tiempo en volver. Hasta que no
supimos más de él. Aquello sí que eran bombas atómicas.
Hoy en día los niños que tienen la edad que nosotros teníamos
de aquella experimentan con los ordenadores, los móviles y todo lo que lleve
circuitos impresos, bits y bites, pero no se lo dan a Micifuz, no. Se meten en
el Pentágono, en las operadoras, en los servidores de internet (como ha pasado
hace poco con Yahoo) y son capaces de espantar a usuarios y gobiernos. El gato
ya está tranquilo.
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