Llega el agua.
Después de un largo veroño de sol y suaves temperaturas se
puso frío de repente y comenzó a llover. Alguien decía a esos que siempre
claman por el agua que, tratándose de Asturias, no parará hasta julio o agosto,
y puede que tenga razón. El tiempo lo dirá. El caso es que hace dos días cuando
ya había oscurecido llovía a mares y decidí guarecerme en un bar y tomar un
vino caliente de esos que reconfortan, te escalecen los pies y te animan el
espíritu. En el lugar había cinco o seis parroquianos y en el paragüero, donde
deposité mi aguaspara, tan sólo tres umbrellas, lo que denotaba que dos de
ellos no habían sido precavidos. Después de quince minutos, cuando ya había
tomado mi elixir de vida, me dispuse a marchar cuando, ¡maldición!, compruebo
que falta mi paraguas. Alguno de los que quedan tienen la empuñadura parecida a
la del mío, pero ni por asomo su calidad y elegancia. “”El mío es de alto standing,
un paraplí del 86, Gran Reserva”, comento a la camarera que me pregunta cómo
es. “Querrás decir “era”, porque aquí sólo queda el sitio”. Llovía igual que
cuando entré, así que le dije que volvería al día siguiente por si el usurpador
lo restituía, y me fui contrariado bajo mi sombrero que pagó las consecuencias
del mangue.
Volví al día siguiente, que llovía aún más si cabe, esta vez
provisto de uno del año, de infantería y desvarillado, y pregunté por el
Reserva. No sólo no había aparecido sino que, después de irme, habían faltado
otros dos. ¡Cuatreros bastardos!, musité para mis adentros. Cavilaba para qué
querría un tío tres paraguas con solera. ¿Será para colección? Pues para
Navidad hay una feria de coleccionismo
donde se expondrán las cosas más raras que imaginarte puedas. Pasaré por allí y
como vea mi querido paraguas en algún stand que el fulano se prepare. Se lo voy
a introducir por el tubo de escape y luego abrirlo dentro del motor para que no
se le gripe. ¡Robaparagües!