Un viaje de juventud
Lo teníamos preparado desde hacía varias semanas. En los
estertores de la dictadura oir hablar de Torremolinos era lo mismo que si nos
mentasen el mismo Hollywood. Aquel pequeño pueblo marinero al lado de Málaga se
había convertido en la meca del turismo, de las suecas y el ligue por obra de
la incipiente construcción hostelera y, sobre todo, por la de los novelistas
Dominique Lapierre y Larry Collins. Tantas prisas teníamos en convertirnos en
los nuevos hijos de la Villa que no pudimos resistir un largo y tedioso viaje
en tren o autocar y para allá nos fuimos desde Ranón vía Sevilla y en una vieja
avioneta correo de doce plazas hasta el aeropuerto malagueño. Pensábamos que
aquello nunca lograría tomar tierra, pero aterrizó suavemente en la pista de la
Costa del Sol donde nos recibió la canícula del verano andaluz. Durante tres
días vagamos como parias entre gentes de toda extracción, bohemios casi todos,
y sin comernos una rosquilla, medio desesperados y ahogados de calor, ya nos
planteábamos el regreso hasta que una noche Cupido vino en nuestra ayuda en una
discoteca del lugar donde celebraban el cumpleaños de una guapa francesita. Nos
invitaron, entramos triunfales en el grupo y, por fin, aquel día ligamos comme
il faut: “Ahora se van a enterar de lo que haz un veraneante asturianu”. Y, en
justa correspondencia devolvimos la invitación a nuestras dos anfitrionas para
la tarde siguiente en nuestro apartamento. Ante la nueva aventura, limpiamos
todo, perfumamos los dormitorios y dispusimos un ágape digno de una diosa a
base de aceitunas, patatas fritas y conservas variadas. El instante se
presentaba glorioso cuando tocó el timbre y, tras la puerta, aparecieron las
dos damiselas acompañadas del harén al completo, como buenos argelinos que
eran: padres, primos sobrinos y demás familia. Excuso decir que nos quedamos
desabastecidos y “desilusionados”. Luego llegó el resto, la playa, más calor y
el regreso en un tren de madera que tardó día en medio en llegar.
Marcelino M. González
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