Mientras se juega al mus
Allí estaban tranquilos, reunidos entorno a la mesa de juego.
Callados, serios y cada uno de ellos observando minuciosamente los gestos del
rival de su derecha. Unas copas y un gran cenicero sobre la mesa donde está
desplegado un tapete verde con unas pequeñas tabletas metálicas y unos naipes.
Un papel y un lápiz. “Embido”, dice uno. “Dos más”, dice otro. “Que sean seis”,
responde el primero. “Quiero”, replica el segundo. Y, tras la barra, el dueño
del establecimiento observa distraídamente el desarrollo de la partida. No sabe
nada de mus ni tiene más parroquianos a esa hora de la tarde. Algo bulle en su
cabeza siempre dispuesta a argüir una nueva peripecia. En esto entra en el bar
un quinto parroquiano que se pone en una esquina y solicita un café. Los
jugadores observan al extraño al que nunca habían visto por allí. Sonríen,
pensando sin duda que algo se está cociendo y vuelven a lo suyo. “Llevo pares…”.
La partida continúa.
Cuando el foráneo está a punto de terminar su café pasa por
la calle un jinete a lomos de un jumento digno de Don Quijote. Un Rocinante
cualquiera. El hombre se apresura, sale a la puerta del bar y se queda mirando
la cabalgadura hasta que desaparece de su vista, y regresa a su lugar
murmurando: “qué trote más bonito tiene ese caballo”. Y, sin dar lugar a la
espera, el del bar sale de detrás de la barra, pone su mano en el hombro del
nuevo cliente y le dice: “¿le gustan los caballos?”, a lo que el otro responde
que sí, que le encantan y que él había servido en Caballería. “Qué
coincidencia, yo también”. “En el Cuartel de Farnesio yo era el encargado de
cuidar los caballos que traían a competir en el Hípico de las fiestas de San
Pedro. Eran buenos saltando, pero había uno al que tenía un especial aprecio.
Se llamaba Poderoso y tenía algo que le hacía perder pelo”. El extraño le
miraba atento y en aquel momento la partida que se jugaba quedó en suspenso.
“Cuando vine de permiso, no hacía más que acordarme del caballo y pensé en
llevarle algo a mi regreso. Así es que,
esperando el tren, le compré una docena de pasteles. Llegué al cuartel
y, antes de cambiarme, se los di, algo que me agradeció con un relincho. Oiga,
¿quiere creer que no habían pasado diez días y dejó de caerle el pelo?”. Y el
interpelado dijo, sin más, “adiós, buenas tardes”. Y huyó de la emboscada.
Ocurrió en Lada hace muchos años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario