
A
falta del genio de un Paco Quevedo que dedique un soneto “A un
pene”: “Érase un hombre a un pene pegado…”, pongamos por
caso, Duke, que lleva pensando en ello varios días, ha querido
erigirse en juez virtual de la felonía y para ello, como cuestión
previa e imprescindible, decide proceder a una fiel reconstrucción
de los hechos. Vean a esa esposa despechada y ahíta de las
infidelidades a tres bandas de su Yongüein reunida con sus tres
ninfoamigas entorno a la segunda botella de Jak Daniels, planificando
con detalle el castigo del adúltero. Esa pelirroja fatal que coge el
celular y cita al condenado en un chamizo maloliente de cualquier
carretera polvorienta del midwest que no va a ninguna parte. Ese
pobre inocente que llega en su destartalado cadillac, llama a una
puerta desconchada de la que salen las cuatro cabreadas amazonas
provistas de sogas, sábanas, esposas y cilicios, que lo inutilizan
encima del casposo colchón, que lo desnudan dejando sus pecadoras
vergüenzas expuestas al oprobio y la venganza, y dios sabe a qué
más. Esas mujeres fatales que se lo trajinan, una tras otra,
excitadas con los efluvios del bourbon, para terminar con el arma
definitiva: ese frasco de loctite que es capaz de pegar al techo los
zapatos de Tini Areces con él dentro. Un buen untado y asunto
terminado. Y ahí lo dejan las cuatro ofendidas, pero satisfechas,
vaqueras. Ya desatado, desesperado y pegado, observando su arma
predilecta como queriendo desentrañar el misterio de la creación.
Pónganse en su lugar, ¿qué harían ustedes?, ¿llamar al servicio
de habitaciones, a los bomberos, al sheriff o al efebeí?
Ese
Yongüein que, agarrado con ambas manos a sus escocidas partes, llega
a la sala de urgencias del hospital de turno donde dos eficientes y
atractivas enfermeras vuelven a ponerle en pelotas y, ante su
aterradora mirada, comienzan a sacar instrumentos de tortura para
liberar el capullo de sus ataduras bajo la observancia de un público
abundante y divertido, o mas bien cachondeado. Ese forastero que, en
su mismidad, piensa que no debería de haber cruzado el Mississippi y
que esto le ocurre por picotear fuera de su gallinero. Y Duke, el
juez de la horca, sentencia: ¡Que se la envaine, nunca mejor dicho.
Por gilipollas!
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