Eran tiempos aquellos de escasez y de penurias, nada parecido
a lo que vivimos ahora, cuando las gentes disfrutaban y eran felices con
pequeñas cosas, con breves momentos. Y para esas cosas y momentos empleaban una
eternidad. Recién terminada la guerra “incivil”, que diría mi amigo Antón, un
niño de poco más de diez años caminaba todas las semanas entre su casa en La
Nueva y las de sus tíos en La Nisal. Unos cuantos kilómetros si tenemos en
cuenta que por entonces no había carreteras y la mitad del trayecto había que
hacerlo monte a través. Llegado a destino, Giro hacía su ruta de visitas a tíos
y primos y, tras echar el día entero en tal menester regresaba a su casa
deshaciendo el largo camino. Tenía un primo, a la sazón tío del suscribiente,
que había regresado de la guerra un tanto maltrecho. El hombre traía siempre
con él una de aquellas capas de las que proveían a los militares en el ejército
y nuestro protagonista no deseaba otra cosa que una capa como aquella. Así se
lo dijo a su pariente y éste mandó a sus hermanas que procedieran a recortar y
arreglar la prenda porque, evidentemente, al niño le sobraban metros por todos
lados. Esas sobras podían ser aprovechadas para otras cosas, de manera que,
entradas en discusión, decidieron que no era prudente estropear la capa ni que
en ese momento se desprendiera de ella, así que el pobre infante se quedó con
las ganas. No la tuvo ni siquiera en el momento en que su primo murió en un
accidente en la mina pocos años después.
Me lo cuenta nostálgico pasados más de setenta años y me
relata también el modo en que se había producido la muerte de su primo, mi tío.
Y yo que he escuchado esas historias en más de una ocasión me quedo pensando en
lo poco que necesitaban entonces, y lo menos con lo que se conformaban. En
aquéllos hombres y mujeres recios y austeros y en lo exigentes y melindres que
somos ahora. Volveré a escuchar sus nostalgias.
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