sábado, 28 de noviembre de 2009

POR EL MUNDO


Qué lejos queda el mundo a los ojos de la inocencia. Recuerdo, en mi niñez, cuando mis hermanos o yo nos comportábamos mal, como los niños que éramos, nuestra madre, harta de trabajar y pelear con nosotros, nos decía: “Marcho pol mundo”. Y aquella frase era terrible. ¿Qué iba a ser de nosotros sin Mamá? Años más tarde oí a mi suegra decir idénticas palabras a mis hijos y, para ellos, tuvo la misma significación que la había tenido para mí y mis hermanos, porque para todos Mieres, Oviedo y Gijón estaban muy lejos, y el mundo… Al mundo no se podía llegar de ninguna forma. Era un lugar mágico y misterioso. Inaccesible para nosotros, como el mismísimo Infierno. De ahí nuestro temor a que Mamá o la abuela se marchasen. Era algo inconcebible, fuera de nuestra comprensión infantil.

Siendo ya algo mayores el mundo empezó a estar más al alcance de nuestra capacidad de entendimiento. De todas formas era, aún, un mundo relativamente cercano: Perpignan era la meca del sexo, París la de los bohemios, Roma para las conquistas, Nueva York para los negocios, Londres para los Beatles y Pekín y Tokio para los malos. La Habana para Cugat, Marruecos para Bogart y Buenos Aires para muchos de nuestros familiares y de algunos conocidos que, no sabíamos por qué, se habían marchado antes de que nosotros viniéramos aquí –al mundo- y, además de ser un misterio, comenzaron a venir de visita cada seis o siete años y a quedarse en nuestra casa o en la de algún familiar muy cercano. Esos que estaban por el mundo no tenían obligaciones patrias. No ayudaban a los trabajos domésticos, pero comían. No participaban en los problemas familiares, pero nos contaban lo bien que a ellos les iban los negocios allende los mares. El mundo seguía sin ofrecernos nada tangible. Todo era ilusión, una pluma al viento.

Hoy, cuando realmente entiendo las cosas -y muchas veces no muy bien-, el mundo se ha ido haciendo muy pequeño, casi tan pequeño como Langreo. Hoy se me hace grande mi ciudad y se reduce el mundo. Conozco más los paisajes, monumentos, personajes y problemas del mundo, de Madrid, París, Los Ángeles…, que los de mi propia comarca. Langreo, el Valle del Nalón y Asturias se me hacen grandes, inexplorables, incomprensibles. Veo en televisión a españoles, andaluces, madrileños, tordillenses por el mundo; veo y escucho a los personajes que nos muestran esas ciudades, y Bali, y Sydney, y Chatannooga, y también veo que esas personas, cercanas, preparadas y simpáticas, se han ido por amor o por trabajo o a la aventura, y pienso que el mundo es más pequeño que el de mi tierna juventud, mucho más pequeño. Ellos lo hacen posible.

Todas las semanas, por no decir días, hablo -más bien me escribo- con langreanos en Madrid, México, Málaga, Buenos Aires, Londres, Túnez, Oviedo y Gijón. Y, créanme, como si tal cosa. Nada es distinto, todo es igual. Cada cual tiene sus problemas, sus proyectos, sus esperanzas. Lo mismo da que se trate de un ciudadano de la City que de uno de Pola del Tordillo, y todos son iguales, similares o parecidos: los hijos, los padres, el trabajo, la hipoteca y el “yes very well”. Los mismos problemas tuvo Daniel Boone, que Bill Cody, que el Mahatma o Curro Jiménez. Cada sitio en su lugar, cada problema en todos los lugares. Y esos langreanos que tenemos en el mundo, en todo el mundo, son fieles testigos y notarios de lo que afirmo. Pero siguen pensando en volver a su madre, a su abuela que es nuestra ciudad. Como los andaluces, madrileños y mis amigos del Tordillo.
Duke ha venido hace tres años desde Escocia y no la extraña para nada, ustedes ya lo habrán notado. Es un desarraigado.

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